Durante el curso escolar, el sacerdote don Remigio acudía a la "Escuela Hogar" a decir misa, especialmente los martes y jueves.
La pequeña y pintoresca capilla con su retablo en tres dimensiones tras el altar, en aquellos días próximos a la navidad, se encontraba rebosando de menudas y forzosas feligresas esperando a que el pan y el vino consagrado fuese transformado en el cuerpo y la sangre de cristo, como de costumbre.
La directora, Sor Matilde, entregaba una Biblia a cada una de las escogidas para leer las lecturas, con la intención de practicar y conseguir una lectura fluida de los versículos escogidos especialmente para cada celebración. Un lunes rutinario y de aburrida jornada me fue adjudicada una de esas biblias tan preciadas.
La Biblia en cuestión era un Nuevo Testamento en edición de lujo con aterciopeladas tapas rojas, rotuladas con filigranas en pan de oro, con las hojas en color sepia y más finas que el papel de fumar. Dejar durante unas semanas esa maravilla en las infantiles e inseguras manos de las alumnas suponía una más que evidente temeridad. Y así, haciendo tonterías con las compañeras, como tenían por costumbre de vez en cuando, rasgamos unas cuantas hojas del pequeño libro sagrado con la finalidad de practicar con ellas el arte de la papiroflexia, aviones, cajas, pajaritas, barcos y un sinfín de pequeñas e ingeniosas construcciones.
Podíamos haber ocultado aquella irresponsabilidad, un remanso de paz y después una gloria de la que nadie se enteraría, pero yo, en un instante de arrepentimiento, creí que si confesaba el delito suavizaría la segura reprimenda y evitaría el castigo siendo acreedora de un indulto como premio a la honestidad, buena fe y en reconocimiento al más sincero y espontáneo arrepentimiento.
Nada más lejos de la realidad, Sor Matilde montó en cólera al conocer la noticia y presa de la furia humana nos echó una bronca de las que hacen época. Por un momento, la mujer de cuerpo menudo pareció crecer como un gigante ante sus acongojados semblantes y cernirse sobre nosotras como el ángel exterminador del apocalipsis empuñando su terrible espada flamígera.
La antigua alumna recuerda que después de aquel penoso incidente, además del implacable castigo, tanto sus compañeras como ella quedaron dispensadas y cesadas para siempre del arriesgado oficio de lectoras de evangelios sagrados.
La pequeña y pintoresca capilla con su retablo en tres dimensiones tras el altar, en aquellos días próximos a la navidad, se encontraba rebosando de menudas y forzosas feligresas esperando a que el pan y el vino consagrado fuese transformado en el cuerpo y la sangre de cristo, como de costumbre.
La directora, Sor Matilde, entregaba una Biblia a cada una de las escogidas para leer las lecturas, con la intención de practicar y conseguir una lectura fluida de los versículos escogidos especialmente para cada celebración. Un lunes rutinario y de aburrida jornada me fue adjudicada una de esas biblias tan preciadas.
La Biblia en cuestión era un Nuevo Testamento en edición de lujo con aterciopeladas tapas rojas, rotuladas con filigranas en pan de oro, con las hojas en color sepia y más finas que el papel de fumar. Dejar durante unas semanas esa maravilla en las infantiles e inseguras manos de las alumnas suponía una más que evidente temeridad. Y así, haciendo tonterías con las compañeras, como tenían por costumbre de vez en cuando, rasgamos unas cuantas hojas del pequeño libro sagrado con la finalidad de practicar con ellas el arte de la papiroflexia, aviones, cajas, pajaritas, barcos y un sinfín de pequeñas e ingeniosas construcciones.
Podíamos haber ocultado aquella irresponsabilidad, un remanso de paz y después una gloria de la que nadie se enteraría, pero yo, en un instante de arrepentimiento, creí que si confesaba el delito suavizaría la segura reprimenda y evitaría el castigo siendo acreedora de un indulto como premio a la honestidad, buena fe y en reconocimiento al más sincero y espontáneo arrepentimiento.
Nada más lejos de la realidad, Sor Matilde montó en cólera al conocer la noticia y presa de la furia humana nos echó una bronca de las que hacen época. Por un momento, la mujer de cuerpo menudo pareció crecer como un gigante ante sus acongojados semblantes y cernirse sobre nosotras como el ángel exterminador del apocalipsis empuñando su terrible espada flamígera.
La antigua alumna recuerda que después de aquel penoso incidente, además del implacable castigo, tanto sus compañeras como ella quedaron dispensadas y cesadas para siempre del arriesgado oficio de lectoras de evangelios sagrados.