miércoles, 26 de abril de 2017

ESCUELA HOGAR


Durante el curso escolar, el sacerdote don Remigio acudía a la "Escuela Hogar" a decir misa, especialmente los martes y jueves. 
La pequeña y pintoresca capilla con su retablo en tres dimensiones tras el altar, en aquellos días próximos a la navidad, se encontraba rebosando de menudas y forzosas feligresas esperando a que el pan y el vino consagrado fuese transformado en el cuerpo y la sangre de cristo, como de costumbre. 
La directora, Sor Matilde, entregaba una Biblia a cada una de las escogidas para leer las lecturas, con la intención de practicar y conseguir una lectura fluida de los versículos escogidos especialmente para cada celebración. Un lunes rutinario y de aburrida jornada me fue adjudicada una de esas biblias tan preciadas. 
La Biblia en cuestión era un Nuevo Testamento en edición de lujo con aterciopeladas tapas rojas, rotuladas con filigranas en pan de oro, con las hojas en color sepia y más finas que el papel de fumar. Dejar durante unas semanas esa maravilla en las infantiles e inseguras manos de las alumnas suponía una más que evidente temeridad. Y así, haciendo tonterías con las compañeras, como tenían por costumbre de vez en cuando, rasgamos unas cuantas hojas del pequeño libro sagrado con la finalidad de practicar con ellas el arte de la papiroflexia, aviones, cajas, pajaritas, barcos y un sinfín de pequeñas e ingeniosas construcciones. 
Podíamos haber ocultado aquella irresponsabilidad, un remanso de paz y después una gloria de la que nadie se enteraría, pero yo, en un instante de arrepentimiento, creí que si confesaba el delito suavizaría la segura reprimenda y evitaría el castigo siendo acreedora de un indulto como premio a la honestidad, buena fe y en reconocimiento al más sincero y espontáneo arrepentimiento. 
Nada más lejos de la realidad, Sor Matilde montó en cólera al conocer la noticia y presa de la furia humana nos echó una bronca de las que hacen época. Por un momento, la mujer de cuerpo menudo pareció crecer como un gigante ante sus acongojados semblantes y cernirse sobre nosotras como el ángel exterminador del apocalipsis empuñando su terrible espada flamígera. 
La antigua alumna recuerda que después de aquel penoso incidente, además del implacable castigo, tanto sus compañeras como ella quedaron dispensadas y cesadas para siempre del arriesgado oficio de lectoras de evangelios sagrados.
































viernes, 21 de abril de 2017

CONFESIONES ARTIFICIALES


Ahora, visto desde la distancia de bastantes años, no puedo sino deplorar, en ocasiones, mi irreverente comportamiento en el interior del sagrado recinto. Alma pecadora, como era, desdeñaba mi deslumbrante magnificencia para charlar con mis amigos o mis malas compañías sobre temas vulgares, materialistas y mundanos. Bien merecido tenía el castigo impuesto a cambio de esa conducta no muy ejemplar. 

Por ello, de tanto en tanto, era necesario sanear mi característica conciencia transgresora y purificar el espíritu libertino revelando a Don Manuel mis faltas para que con su mediación con el máximo de la jerarquía eclesiástica se me otorgase el perdón de mis pecados. 
No sé si por llevar una vida algo respetuosa con los sagrados mandamientos, o tal vez porque la periodicidad de las obligadas confesiones, no disponía de más tiempo material para pecar más veces. 
Quizás fuera por mi mala memoria o la nula imaginación creativa en aquellos interminables momentos arrodillado en el confesionario, lo cierto es que en una memorable ocasión, después del reglamentario "Ave María Purísima", y respuesta "sin pecado concebida", solo fui capaz de confesar tres miserables pecados. Y si aún hubiesen sido graves los susodichos, hubiese amortizado con creces el sacramento infringido, pero todo lo contrario; encima le solté al señor cura una lamentable triada de penosas tonterías cotidianas, que por otra parte, solían representar el grueso de las comunes travesuras infantiles de la época.
Tan sorprendido y, pienso yo, que mosqueado, por el asunto de la minimalista confesión, quedó el bueno de Don Manuel, que no resistió en citarme en la pequeña rectoría adosada a la iglesia donde él formaba a los aspirantes a la primera comunión, monaguillos, cursos prematrimoniales, asambleas eclesiásticas e incluso se realizaban funciones de albergue.
Allí me encontré sentado a uno de mis buenos amigos también citado unos pocos minutos antes al inusual evento. Sentado en su gran butaca empezó el largo sermón,  desde mi asiento me sentí a un tiempo orgulloso e importante por ser objeto de aquella exposición, también ridículo y temeroso de que Don Manuel me mirara fijamente a los ojos señalando con el dedo acusador para mofa y escarnio de mi persona, mi familia y todos mis ascendientes hasta la cuarta o quinta generación. Abundando en el tema, afirmó que el sacramento de la confesión era muy necesario y era propio de buenos cristianos hacer uso con cierta regularidad; pero hombre, para venir a contarle tres pecaditos de lo más simples, mejor te esperas a engrosar la lista de los delitos hasta que el volumen y la calidad de los mismos justifiquen el nutrido y exhaustivo protocolo espiritual que requiere todo acto de confesión realizado como Dios manda. Porque vaya, no estaban los tiempos para derrochar nada y por insustanciales pecaditos no puedes pretender poner en funcionamiento la compleja maquinaria protocolaria que requiere examinar tu conciencia, dolerte de los pecados, hacer propósito de arrepentimiento, explicar los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Yo inexperto, desconocía lo del “secreto de confesión” y el deber irrenunciable del sacerdote de no quebrantarlo en ningún caso. De haber conocido ese dato, a lo mejor me hubiese atrevido a confesar los grandes pecados con los que había incumplido repetidas veces la mayoría de los mandamientos y cargaba en mis espaldas desde hacía tiempo con una gran mochila llena de ellos.